En un mundo donde la economía es protagonista activa y central, es bueno que se diferencien las miradas políticas sobre la calidad de vida comunitaria, mediante los parámetros que se priorizan para afirmar que las cosas van o irán mejor o su inversa.
Los más conservadores, aquellos que se benefician con el estado de cosas vigente, elijen la variación del Producto Bruto (PB) para calificar el camino, partiendo del discutible axioma que si el PB crece se benefician todos. Como señales de alerta para advertir o explicar que los resultados no serán buenos, tienen varias, que hilan en un gran collar: La inflación, que hace inestable el horizonte y desalienta la inversión; los salarios altos, que quitarían posibilidad de competir con ciertas exportaciones; la baja productividad, que asignan a baja calificación de los trabajadores; la baja inversión, que llena los aviones de gestores buscando recursos del mundo central. Además, por supuesto, de la suerte de grandes clientes como Brasil, que siempre algo liga como culpa de nuestros males.
Disponen también de un segundo collar, que afecta al primero: el déficit fiscal, que sería causa relevante de la inflación; otra vez los salarios, que impulsan la inflación en las peleas paritarias.
En esencia y resumen: Si el PB aumenta los conservadores creen cumplir su misión y todo lo demás debería acomodarse vigilando las variables del primer y segundo collar. Si las cosas van mal, se puede imputar a una docena de factores.
Desde el campo popular no tenemos totalmente definida esta cuestión de medir el progreso. Parece muy importante acercar criterios para tener un catecismo, como hace el liberalismo, pero que necesariamente deberá tener preceptos distintos a éste, porque ya tenemos suficiente historia que muestra que la lógica recién relatada no es equitativa y no conduce a la justicia social.
Nuestra mejor medida central de progreso debería ser la mejora del ingreso real medio por persona (IRM), acompañado de una medida que dé cuenta de la distribución de ese ingreso en la comunidad. Ésta suele ser el índice de Gini u otros índices orientados al mismo fin: medir la reducción de la dispersión entre los ingresos más altos y los más bajos, alegrándose cuando eso sucede.
¿Y nuestras señales amarillas? Hablemos utilizando las variables de la economía tradicional. Más adelante, complementaré con otros conceptos.
El IRM, en una alta proporción depende del ingreso de asalariados que, a su vez, no es función aislada del esfuerzo propio, sino que se define en acuerdos y controversias con quienes conducen el ámbito donde se desempeñan. Sea en una administración pública o en una empresa privada, el salario es obvio que no lo definen los asalariados por su cuenta. La primera señal amarilla, entonces, son los resultados de las negociaciones paritarias y la decisión que el Estado tome para que ese sea un espacio de fortalecimiento del ingreso real medio.
La segunda señal es un conjunto de aspectos poco habituales en el discurso macroeconómico: Es la dimensión en que los trabajadores independientes, que representan hoy más del 40% de la población económicamente activa (PEA), tienen oportunidades para trabajar dignamente; para acceder a la tecnología que busquen; para disponer de tierra productiva, en caso que su producto lo requiera; para acceder a los consumidores con la única limitación de su propia capacidad organizativa, sin sufrir los bloqueos espantosos – muchos de ellos invisibles para la comunidad – a que lleva el capitalismo concentrado.
Si lo descrito – que abarcamos en el concepto central de democracia económica – no existe o es imperfecto, nada puede esperarse del crecimiento del IRM y muy especialmente, no puede esperarse que el índice de Gini o un equivalente se reduzcan con la velocidad necesaria.
La tercera señal, que afecta por igual – aunque con modalidades distintas – a los asalariados y a los independientes es la inflación.
Está claro que la inflación afecta las perspectivas de crecimiento del ingreso popular. Por varias razones. Porque exacerba la controversia con los empleadores – con los asalariados contando con menos grados de libertad que los empleadores para poner la inflación a su favor -; porque pone presión especial negativa para la búsqueda de ingresos para los trabajadores independientes; porque agrega componentes de incertidumbre a futuro, que no solo demoran las decisiones de los grandes capitalistas, sino que especialmente inducen conductas anómalas en la clase media y buena parte de los sectores populares, que consolidan así la tendencia a tomar el dólar como refugio de valor, con lo cual solo consiguen aumentar el problema.
El punto es: ¿tenemos un diagnóstico diferente a los conservadores sobre este tema? ¿O es el mismo y nuestra diferencia es que creemos posible operar sobre el problema en favor de los que menos tienen?
Durante los primeros años de la década ganada, creció el salario real de los asalariados, con acuerdos paritarios claramente superiores a la inflación; los trabajadores independientes contaron con ayuda pública importante y además con renovadas posibilidades derivadas del ingreso medio creciente, que derramaba en demandas colaterales de trabajo de los más variadas; la inflación estuvo debajo de dos dígitos, lo cual dio serenidad a una comunidad con historia inflacionaria muy superior a esa.
Ninguna de las luces amarillas apareció.
Pero en un momento la inflación creció. A mi criterio eso nos encontró sin una teoría propia al respecto. Tanto es así que nuestro primer reflejo fue esconderla. Cuando la asumimos, fue con importantes concesiones a la ortodoxia, que hasta pasaron por una devaluación a todas luces inconveniente e improcedente, en 2014. Los máximos funcionarios del Banco Central y del Ministerio de Economía de todo ese período navegaron por un delgado canal, que buscó reducir la inflación, con un menú complejo, que no fue frontalmente contra la teoría ortodoxa, pero aplicó algunos instrumentos heterodoxos. Simultáneamente buscó controlar a los principales formadores de precios y diseñar sistemas híbridos interesante, como el de Precios Cuidados, aunque de efectos claramente marginales, porque no generaron cambios estructurales.
Hoy es el momento impostergable de consolidar y difundir una teoría de la inflación que responda de verdad al fenómeno que sucede en un país periférico, con numerosos parámetros económicos que no se pueden analizar dentro de la teoría tradicional, simplemente porque aquí no se dan esos supuestos.
Debemos evitar el ridículo internacional de un Presidente del BCRA que sostiene que subir las tasas de préstamos bancarios controla la inflación, en un país con dos restricciones muy fuertes:
- Nudos monopólicos en casi todas las cadenas de producción esenciales para la economía.
- La circulación de hecho de dos monedas; el dólar y la nacional, que no es convertible internacionalmente.
En tal contexto subir las tasas tiene los siguientes efectos:
- Las empresas controlantes trasladan los eventuales mayores costos a sus precios, provocando inflación y no lo contrario.
- Aumentar la renta financiera en pesos genera un negocio espurio de cambiar dólares por pesos y luego de invertir los pesos por cortos períodos, volver al dólar con enormes ganancias y la consiguiente fuga de un componente escaso de la economía como es la divisa. La bicicleta financiera funciona a toda máquina.
- Las inversiones nacionales o extranjeras no se ven estimuladas en absoluto por esta decisión, sino a la inversa, porque cualquier empresario duda antes de comprometerse con una política donde los únicos que ganan son los especuladores financieros. Con toda lógica, razonan que quien la auspicia es un imbécil o un delincuente.
Hay una anécdota aparentemente menor, pero de dimensión tan brutal, que da un claro indicio para entender la razón principal de la inflación. Si ante una crisis climática como el alud de Comodoro Rivadavia, la principal empresa minorista de la ciudad, que es propiedad de la familia del Ministro de Comercio y del Jefe de Gabinete puede con toda naturalidad duplicar los precios de insumos esenciales, quiere decir que el poder y la impunidad de los empresarios con alguna fuerza es tal, que está en sus genes trasladar a precios cualquier mayor costo o cualquier oportunidad de aumentar el lucro que se presente, aún a expensas de restringir la demanda o hasta extinguir al consumidor o incluso generado efectos negativos en la imagen política de figuras centrales del Gobierno.
Esas decisiones no se toman en base a la emisión monetaria o al déficit fiscal o ningún otro parámetro macro. El elemento central para dinamizar la inflación podríamos concluir que es algo poco relacionado habitualmente con eso: la capacidad ociosa de los productores líderes.
Al salir de una crisis como la del 2001, aumentar el salario real era ganancia general. Se reconstruía la demanda hacia un sistema que estaba parado. Cuando la capacidad ociosa se redujo significativamente, los aumentos salariales pasaron a ser solo nominales, porque la producción y distribución se encargó de trasladarlos a inflación. A fines de 2015, finalmente, hasta se adelantaron a los salarios, porque los genes mandaron y el salario real en 2016 cayó con fuerza.
Este comportamiento empresario es generalizado y prende las tres luces amarillas que restringen el ingreso popular: las paritarias se hacen mero intento resignado de compensar las pérdidas; la democracia económica no llega a interesar a ámbito alguno de la política ejecutiva y el universo de los que la deberían reclamar se alimenta incesantemente con las pyme desplazadas; la inflación se busca resolver como en Estados Unidos, lo cual resulta una burla trágica, que la incentiva y a su vez deteriora más y más los otros dos planos.
CON LA GENTE ADENTRO
¿Qué hacer? Obviamente, un paso esencial, aunque sin que se detenga el debate sobre el minuto después, es desplazar al neoliberalismo del manejo del Estado, por los mecanismos que la democracia política provee.
Pero sería un pecado irremediable acceder al gobierno sin un conjunto compacto, efectivo y difundible popularmente de las medidas esenciales que nos permitirán salir de la calesita.
Primero: Confirmar la forma de medir los éxitos de un gobierno popular y las principales luces amarillas a atender, con una lista confirmatoria y ampliada de lo arriba anotado.
Segundo: Entender que una o todas las luces se encenderán y hasta podrán virar al rojo, si dejamos la estructura productiva como está y creemos que el poder político puede controlar al poder económico sin cambiarlo, siendo que la inercia de este último es centrifugante en grado sumo del tejido social.
Tercero: En consecuencia, transformar las paritarias en acuerdos de salarios y precios, que comprometan de otra manera a empresarios que hoy negocian salarios y se quedan con el jugoso grado de libertad de borrar los acuerdos a través de su política de precios.
Cuarto: Instalar la democracia económica como ariete desconcentrador de la economía, facilitando al máximo imaginable el vínculo de los productores con sus consumidores, atacando a fondo la densa cadena de intermediaciones ociosas que lleva décadas. Esto requiere conocer y entender un mundo casi desconocido para los funcionarios de mayor rango; dar acceso pleno a la tierra, a la tecnología, al capital. Simple: que todo quien quiera trabajar para atender problemas de la comunidad pueda hacerlo, asistido por el gobierno en lugar de ser bloqueado por la estructura concentrada global, como sucede en la actualidad.
Quinto: Fijar nuevas reglas para las multinacionales, para que su actividad apoye el objetivo de un gobierno popular o al menos no entre en contradicción. En particular: establecer como condición que el resultado de su actividad sobre la balanza de pagos debe ser positivo o al menos neutro, sin caer en estúpidos subterfugios de compensar importaciones de autos de alta gama con exportación de aceitunas.
Sexto: En consonancia con lo anterior, buscar compensar a los derrotados del neoliberalismo generando trabajo digno, en lugar de los pomposos anuncios del oficialismo y reclamos de alguna oposición que piensan en dejar todo como está, pero repartir alimentos a los indigentes o reducir el costo del crédito de los usureros que atienden a la base social. Tanta difusión le damos a tratar la emergencia que la convertimos en pseudo solución permanente. Es doloroso, pero así – seguro sin quererlo – muchos también sirven al adversario.
Buenos Aires, 16 de abril de 2017
Enrique Mario Martínez
Instituto para la Producción Popular
Publicada originalmente en www.lateclaene.com/