En las góndolas de los supermercados, la leche ha casi duplicado su precio en un año. En las últimas semanas, conseguir este insumo vital a un precio más razonable ha sido una tarea de buscadores de tesoros. Semejante aumento no favorece a los pequeños productores, que no llegan a cubrir costos; ni a los consumidores, que sufren cada aumento. Como sucede en los rubros alimenticios esenciales, la actual administración nacional considera que comer no es un derecho sino un negocio y ha desregulado el mercado para que se maneje con sus criterios. Esa ausencia de controles y políticas específicas ha llevado a la ruina a los pequeños productores primarios, ha provocado aumentos insostenibles en los precios y deja todo el rédito a las empresas que concentran el negocio. El resultado, como era previsible, es desastroso.
¿Qué pasa con productores y consumidores? De los 43/50 pesos que hoy cuesta un litro de leche, los pequeños productores solo reciben 9, mientras sus costos de producción se encarecen con la apreciación cambiaria del dólar. Además, las empresas dominantes los presionan para cumplir la “lealtad al proveedor”, que consiste en venderle la totalidad de su producción a una única empresa, una maniobra que perjudica a pequeñas empresas que no tienen como abastecerse del insumo básico para, por ejemplo, la producción de quesos y otros productos lácteos.
En la otra punta de la cadena, los consumidores se ven obligados a restringir su consumo de leche por el aumento. El problema es que se trata de un alimento básico esencial de la alimentación familiar y afecta especialmente a los sectores más pobres. No se trata de un mero negocio como lo entienden las empresas dominantes y el Gobierno, la alimentación es un derecho y el Estado tiene la obligación de intervenir cuando ese derecho es vulnerado.
¿Quién gana con este desfasaje productivo? La cadena de comercialización láctea tiene sus ganadores bien identificables. Las cuatro empresas que dominan el mercado (86% de la leche fluida y 89% de la pasteurizada) fijan los precios al productor arbitrariamente, obligan a los tambos a ser proveedores exclusivos y tienen vía libre para adaptar su producción sin regulaciones (por ejemplo, el aumento del dólar les permite derivar gran parte de su producción a la exportación de leche en polvo, desatendiendo el mercado interno).
Las cadenas de supermercados son las otras ganadoras. La concentración les permite ser vidriera obligada para la comercialización y no tienen objeciones para manejar los precios según sus conveniencias. Las cuatro firmas líderes del supermercadismo concentran más del 50 % de la venta total de alimentos de los comercios de todo el país, y el 70% de las ventas en grandes superficies.
Causas y efectos
¿Es justificable semejante aumento en la leche, aún si se lo analiza desde el punto de vista estrictamente del negocio? Enrique Martínez, Coordinador del Instituto para la Producción Popular (IPP), demuestra que no hay razones lógicas y que todo es una distorsión especulativa: “Alguna vez un industrial lácteo me dijo que el costo de pasterizar y ensachetar leche fluida no supera el 20% del valor de la leche cruda. O sea hoy el costo total sería a lo sumo 15 pesos. Si es larga vida, ese costo sube como mucho a un 60%. O sea 21 pesos. El problema lácteo se llama cartelización”.
La situación es tan grave que hasta una entidad defensora del libre mercado como Confederaciones Rurales Argentinas (CRA) está pidiendo que se regulen estas distorsiones de mercado. No obstante, en diciembre de 2017, la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia (CNDC) determinó que la operatoria del sector era lícita y que “la industria lechera tiene desde la demanda una concentración baja y no hay prácticas que puedan ser anticompetitivas en relación con los productores”.
La excusa para justificar el actual faltante de leche es el factor climático. Las inundaciones en provincias productoras como Santa Fe y las altas temperaturas estivales provocaron una merma en la producción. Otro factor que se señala es el cierre de 600 tambos desde 2013.
Pero la crisis en la industria lechera va mucho más allá de un fenómeno estacional. El cierre de tambos es un claro síntoma de las dificultades de los pequeños productores, aunque no lleva necesariamente a que haya menos producción. Los tambos más grandes compran las vacas a muchos de los que cierran y concentran un mayor volumen de leche. Pese al continuo cierre de pequeñas unidades productivas, en 2018 el Observatorio de la Cadena Láctea constató un aumento de la producción del 4,8%.
Como contrapartida, no hay prácticamente políticas nacionales, provinciales o municipales de desarrollo local de producción láctea. Sin políticas que los defiendan ni una planificación que ordene al sector, los pequeños productores van desapareciendo o aceptan someterse a un mercado salvaje que los explota.
Ese reacomodamiento provoca en la cadena de producción el problema de la falta del insumo esencial para centenares de pequeños productores de lácteos, que no consiguen leche o la deben pagar al precio arbitrario que fijan los concentradores. Esa es la razón por la que cooperativas como la que produce la marca Séptimo Varón o la marplatense Nuevo Amanecer ven alterada su producción.
El refrán que reza que «no hay que llorar sobre la leche derramada» habla sobre la inutilidad de lamentarse cuando una situación no tiene remedio. La industria láctea argentina ha derramado mucha leche en los últimos años, pero todavía tiene la oportunidad de superar sus problemas si se ayuda a organizar un abastecimiento que devuelva el protagonismo a los pequeños productores y le ponga freno a la cartelización en la cadena de producción.
Eduardo Blanco.